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El mar estaba quieto aquella tarde, como si el mundo contuviera la respiración. La melancolía no era un peso, sino una bruma que envolvía todo, suave y persistente. Había algo en ella, algo que no podías nombrar pero que sentías en los huesos, como el eco de una canción antigua. No era tristeza, no del todo. Era más bien la certeza de que algo se había perdido, algo que tal vez nunca habías tenido, pero que anhelabas de todas formas. Y en ese anhelo, en esa quietud, había una belleza extraña, como la luz de un faro en la niebla.

Caminé por la orilla, los pies hundiéndose en la arena húmeda. El viento traía consigo el olor a sal propio del mar, y en ese olor había recuerdos que no eran míos, pero que parecían pertenecerme. Lo desconocido siempre está ahí, al borde de todo, como una sombra que se mueve en el rabillo del ojo. No le temes, no del todo. Lo miras de reojo, con respeto, como a un animal salvaje que podría huir o atacar. Y en esa tensión, en ese no saber, hay algo que te atrae, algo que te hace seguir adelante, incluso cuando no sabes adónde vas.

La noche cayó sin prisa, envolviendo el mundo en un manto de estrellas. Me senté en una roca, fría y áspera bajo mis manos, y miré el horizonte. No había respuestas allí, solo preguntas. Pero las preguntas eran suficientes. Eran más que suficientes. Porque en ellas había vida, y en la vida había belleza, incluso cuando era dura, incluso cuando dolía. Lo desconocido no era un vacío, sino un lienzo en blanco, y la melancolía no era un final, sino un comienzo.

Así que seguí adelante, como siempre lo había hecho. No buscaba respuestas, ni siquiera las quería. Buscaba la sensación de estar vivo, de sentir el viento en la cara y la arena bajo los pies. Buscaba esa belleza que no se puede explicar, pero que se siente en el pecho, como un latido que no cesa. Y en esa búsqueda, en esa exploración interminable, encontré algo que valía más que todas las respuestas del mundo: la certeza de que, mientras hubiera algo por descubrir, valía la pena seguir caminando.

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